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HOMILÍA DEL XIII DOMINGO DE T.O.

¿Qué es lo más valioso que tenemos? ¿Cuál es el tesoro más grande que poseemos? Ciertamente junto con la Fe es la vida.

¿Qué es lo más grande que una persona puede hacer por otro? Dar la propia vida.

Jesús dice: No hay amor más grande que el de Aquel que da la vida por los amigos.

Compren­demos entonces la admiración que expresa San Pablo en su carta a los Gálatas:

«El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gal 2,20).

Entregando la vida por noso­tros, Él nos mostró cuanto nos amaba.

Pensemos en estas tres preguntas que nos pueden ayudar a comprender el amor del Señor.

  1. ¿Quién es el que da la vida? Es conmovedor cuando alguien da la vida por otra persona del mismo rango o digni­dad; pero cuando el que da la vida es un ser superior, es el mismo Hijo de Dios, entonces la medida del amor es infinita, imposible de corresponder.

 

  1. ¿Por quién da la vida? Si se da la vida por alguien importante o por un hombre de bien, cuya vida es más valiosa que la de quien la entrega, se trata de un grado inmenso de amor. Así podemos pensar en el siervo que muere por su señor, el soldado por salvar a un general, el súbdito por salvar a su rey. Pero cuando se entrega la vida por un ser inferior o por un hombre malvado estamos ante un grado casi incomprensible de amor.

San Pablo dice: «apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.»(Ro 5,7)

 

  1. ¿Cómo se entrega la vida? Demuestra mucho amor quien da la vida de manera gloriosa y heroica; pero mayor valor tiene cuando se entrega la vida de manera humillante e ignominiosa, sufriendo los más crueles tormentos. En el tiempo de Cristo la muerte de cruz era la pena más cruel reservada a los peores malhechores. Por amor a nosotros Cristo se sometió a la muerte, y una ¡muerte de cruz! (cf. Fil 2,8).

 

El otro día me decía una persona respecto de un amigo, con quien estaba eternamente agradecido: El me puede pedir lo que quiera

Y vino a mi memoria la historia de Santiago Cuesta, contada tantas veces por el recordado padre Armando Nieto. Es la historia de un piloto de aviones que en la Segunda Guerra Mundial iba con su copiloto tripulando un avión de caza y comenzó a fallar el motor. Tenían un solo paracaídas y el piloto le dijo al copiloto: Lánzate tú, que tienes familia e hijos.

El copiloto se salvó y Santiago Cuesta murió al estrellarse el avión. Algunos años después un huésped pasó por la casa de este copiloto y le llamó la atención una foto de una persona desconocida. Y al preguntar a uno de los niños de quien era esa foto, el niño respondió entre sorprendido e indignado. Es Santiago Cuesta. Por él mi padre está vivo y somos felices.

Seguramente muchos tenemos en casa un cuadro del Corazón de Jesús o un crucifijo. No pasemos de largo sin recordar que Jesús nos amó hasta el extremo y entregó su vida por nosotros. Por El podemos ser felices en esta vida y en la eternidad.

Por eso el Señor Jesús me puede pedir lo que quiera. Cuando yo comprendo cuanto me ha amado Jesús, puedo com­prender fácil­mente las frases del Evangelio de hoy: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí».

El padre y la madre son dignos de ser ama­dos, pero no más que a Cristo; el hijo y la hija son dignos de ser amados, pero no más que a Cristo; la propia vida es digna de ser amada, pero no más que a Cristo.

Cuando Jesucristo está en el centro de todas las relaciones: Con el padre, con el hijo, con la esposa o el esposo, con la enamorada o los amigos, entonces esas relaciones dejan de ser posesivas, dependientes, y encuentran su recto lugar. El amor por el padre, por la madre, por los hijos y amigos es un amor más intenso y profundo, cuando se les ama en el Señor.

La Cruz no solo me muestra el inmenso amor de Jesús por mí, sino que me muestra también el camino para ser feliz, el camino de las bienaventuranzas. El camino del amor, de la entrega, del sacrificio, el camino de llevar mi cruz con alegría, de la muerte constante en la vida cotidiana. La Cruz –como decía Santa Rosa- es la escalera para subir al cielo.

Mirando la Cruz comprendo que la vida la he recibido para entregarla, y que cuando la pierdo, la encuentro. De manera misteriosa, en ese perder la vida cada día por amor, uno encuentra la verdadera felicidad.

Quisiera terminar con esta oración que Armandito rezaba al terminar la comunión y que se atribuye a San Ignacio de Loyola:

Toma, Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo lo que tengo y poseo, Tú me lo diste, a ti, Señor, te lo devuelvo. Todo es tuyo. Has de ello lo que Tú quieras. Dame tu amor y tu gracia, que eso me basta.

Juan Carlos Rivva
Párroco