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Homilía – 27 de octubre de 2013

Domingo de la Semana 29 del Tiempo Ordinario. Ciclo C

La Palabra desde hace tres domingos nos invita a hacer una catequesis sobre el tema de la oración. Primero nos hablaba de la oración de acción de gracias con el testimonio del leproso agradecido, luego de la oración perseverante con la parábola de la pobre viuda y el juez inicuo, y hoy con esta parábola del publicano y el fariseo nos habla sobre otra característica esencial de la oración auténtica: la humildad.

Comienza con una descripción breve: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo y el otro publicano”. Y cada uno ora en el templo según su propia condición.

 

¿Quién es el fariseo y quién es el publicano?

Los fariseos son personas religiosas, intachables y escrupulosos en el cumplimiento de la ley. El fariseo de la parábola no se limita con la exigencia mínima, sino que va más allá de lo que pide la ley: La ley impone un solo día de ayuno, pero el fariseo ayuna dos veces a la semana. La compra del trigo, el mosto y el aceite no obligaba a pagar diezmo, pero él da el diezmo de todo lo que posee.

El publicano en cambio es un hombre despreciable. Su oficio es el de cobrador de impuestos, y se ha puesto así al servicio de los enemigos de Israel. Es considerado un traidor y un pecador. Un judío piadoso no debía ni dirigirle la palabra, y era mal visto que los publicanos entraran al templo. Incluso a Jesús lo criticaron mucho porque “se hizo amigo de publicanos y prostitutas”.

Nos dice el Evangelio que Dios rechazó la oración del fariseo y acogió la del publicano. ¿Por qué? Un padre de la Iglesia lo resume de una manera muy simple: Porque el pecado del publicano fue perdonado debido a su humildad, en cambio la justicia del fariseo no fue tenida en cuenta debido a  su soberbia. El que se llamó a sí mismo pecador, volvió a su casa justo y el que se llamó así mismo justo volvió a su casa pecador.

FARISEO:

El fariseo reza de pie, erguido.

Comienza dando gracias a Dios, y eso está muy bien. Pero no le agradece por ser Dios quien es, sino por ser él una persona tan excelente. Porque yo no soy como los demás: ladrones, adúlteros, injustos. Hasta allí todavía podría salvarse, es verdad que él era una persona intachable en cumplir la ley.

Pero en su oración hay tres faltas muy graves:

1a)     Se tiene por justo y no ve sus pecados.

1b)    Atribuye esa justicia, no a la gracia de Dios sino a sí mismo, a sus propias obras, y se gloría de esas obras ante Dios.

1c)     Juzga y desprecia al publicano creyéndose superior a él.

En el fondo, el fariseo no va a orar, va a auto-contemplarse de una manera narcisista. No es Dios el centro de su oración, sino su propio YO.  Su oración es una especie de himno al egocentrismo. YO no soy como los demás hombres, YO no soy ladrón, YO ayuno, YO pago el diezmo, YO cumplo los mandamientos. No le reza a Dios, se sirve de Dios para alimentar su ego, y los demás (incluido el publicano) son el telón de fondo de su hermoso autoretrato.

Su problema es la SOBERBIA: Qué terrible enfermedad espiritual es la soberbia. El soberbio no necesita a Dios para ser salvado, porque él cree que se salva por sus méritos y sus obras. El soberbio no confía en la fuerza de Dios, sino en sus propias luces, habilidades y talentos. El soberbio se cree bueno, se cree justo. Y lo peor de todo es que no se da cuenta que es soberbio.

Otra cara de la soberbia, es el autodesprecio y la actitud de víctima. YO no sirvo para nada, YO soy impuro, YO estoy lleno de defectos, YO soy un ser despreciable. Sigue siendo una actitud egocéntrica y autoreferente en la que en lugar de mirar a Jesús, me miro a mí mismo. En lugar de centrarme en Jesús me centro de MÍ.

Un disfraz de la soberbia es la autojustificación. Cuando trato de justificarme y quedar siempre bien parado. Siempre culpo a las circunstancias o a los demás de mis errores y mis pecados. La señora que va a confesarse para contar los pecados de su marido, de sus hijos, de sus nueras; o el marido que culpa a su mujer o al stress de sus propias miserias.

EL PUBLICANO en cambio ora con humildad, postrado en un rincón del templo. Su plegaria es sencilla y humilde, consta de muy pocas palabras: Oh Dios, ten misericordia de mí que soy un pecador.Sabe que es pecador, no se justifica, no se autoflagela, y como se sabe repudiado y rechazado por los justos y no tiene donde refugiarse, se refugia en la misericordia de Dios.

La enseñanza del Evangelio es muy simple: Hay que ser humildes y ser humilde es vivir en la Verdad sobre mí mismo. Y vivir en la verdad es reconocer con sencillez que delante de Dios todos somos pecadores.

Entrevista que le hacen al Papa Francisco: ¿Quién es Jorge Mario Bergoglio? Yo soy un pecador. Soy un pecador en quien el Señor ha puesto sus ojos con misericordia. Los santos que tienen la experiencia de la cercanía de la santidad de Dios, se ven a sí mismos como pobres pecadores.

Por eso delante de Dios la actitud más coherente del hombre es estar de rodillas. Cuando a San Luis, Rey de Francia, le insinuaron que estaba mal visto que un rey se  arrodillase en la Eucaristía,  él respondió: Yo sé quien es Dios y quien soy yo, además el hombre nunca es más grande que cuando está de rodillas ante su Creador.

Estemos hermanos muy vigilantes a la soberbia y a la vanidad que es como un cáncer sutil, que nos puede hacer perder el fruto y el mérito de muchas de las cosas buenas que hacemos.

Seamos sencillos, no busquemos los primeros lugares ni hagamos alardes de nuestros conocimientos o piedades, seamos sencillos y discretos al orar, confiemos siempre en la misericordia de Dios y sobre todo, nunca nos comparemos ni nos juzguemos superiores a los demás.