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Homilía del domingo 7 de diciembre de 2014

La Iglesia nos presenta dos figuras muy importantes y que son modelos de mensajeros y apóstoles: Isaías y Juan Bautista. La misión de un mensajero es anunciar una Buena Noticia: Hay noticias que transforman nuestra vida y nos llenan de consuelo y alegría. Por ejemplo, pensemos en una persona que desde hace tiempo se encuentra buscando empleo y cuando lo consigue se llena de mucha alegría y lo celebra. O también, una persona que sufre cáncer y se somete a un largo tratamiento para finalmente vencer esa enfermedad. Entonces, la Buena Noticia de la que quiero hacer referencia es el Evangelio, aquél buen anuncio que nos invita a transformar nuestras vidas para alcanzar la felicidad plena.

Israel estaba desterrado en Babilonia. El profeta Isaías fue elegido para ir a consolar a su pueblo, a hablarle al corazón y anunciarle que se ha terminado su condena, que ha terminado el tiempo del castigo, y se inicia el tiempo del consuelo. Fue elegido para dar la Buena Noticia de que Dios mismo vendrá a liberar a su pueblo y llevarlo de regreso a la tierra prometida.

En el Adviento, se nos anuncia una Buena Noticia, un Evangelio: Que Dios viene a consolarnos: El Adviento nos anuncia el consuelo de Dios sobre nosotros y nos invita a dejarnos consolar por Él.

La misión del mensajero, no era solo anunciar la Buena Noticia de libertad y consuelo, sino también ser un precursor, es decir, aquel que prepara el camino para la venida del Señor. Esto es lo que hizo Juan Bautista. Juan Bautista es la voz que clama en el desierto: Preparar el camino del Señor, que llama a todos a la conversión.

Y la conversión supone en primer lugar un sincero arrepentimiento de los pecados, posteriormente un propósito de enmienda.

«Que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escraboso se iguale. Los valles y cañadas que se deben levantar representan nuestras tristezas, desalientos, la vision negativa de nosotros mismos. Los montes y Colinas que se deben rebajar representan nuestra soberbia, vanidad y autosuficiencia. Lo torcido y escabroso que se debe enderezar representa nuestros vicios, sensualidades y apegos». 

Nos dice el Papa Francisco que «a veces tenemos miedo de ser consolados y nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación porque somos más protagonistas, mientras que en el consuelo el Espíritu Santo es el protagonista».