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HOMILÍA DEL XXV DOMINGO DE T.O. NO TERMINABAN DE ENTENDER

Hoy nos dice el Evangelio que los apóstoles No terminaban de entender y les daba miedo preguntarle. ¿Qué es lo que los apóstoles no terminaban de entender? Aquello de ser entregado en manos de los hombres, de morir en una Cruz y Resucitar al tercer día.
Jesús por segunda vez les habla de su próxima pasión y muerte, pero ellos no terminaban de entender. Y, tanto no terminaban de entender, que mientras Jesús les hablaba de estas cosas, ellos estaban discutiendo quien era el más importante. ¡Qué paradoja, que contraste! Mientras Jesús les abre el corazón y les habla de su inminente entrega por amor, ellos están aferrados a sus mezquinas ambiciones y rivalidades.
El apóstol Santiago nos decía en la segunda lectura: ¿De dónde salen las luchas y conflictos entre vosotros ? De vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros, especialmente de la codicia y la envidia. En otras palabras, de la búsqueda desenfrenada del poder, del honor, del tener y del placer. De la soberbia del que quiere estar siempre en el primer lugar y dominar a los demás, de la codicia de riquezas, de la vanidad ávida de aplausos y reconocimientos, de los complejos y resentimientos que no han sido reconciliados, en pocas palabras del pecado que habita en nuestro corazón.
Y Jesús, que conoce sus corazones, con una paciencia infinita, se sienta y les dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y nosotros queridos hermanos, cómo miembros de la Iglesia, después de veinte siglos, ¿podemos afirmar que hemos terminado de entender?
Cuándo vivimos la incoherencia: entre la fe y la vida cotidiana, entre lo que decimos y la manera como actuamos, entre nuestros valores y el modo como nos aproximamos a la realidad y como juzgamos a las personas. No será porque no terminamos de entender, porque en el fondo no terminamos de creer en Jesucristo.
Y no terminamos de entender, porque aunque creemos sinceramente en el Señor y queremos seguirlo, pensamos y obramos de una manera mundana.
Nuestros criterios no son los criterios de Cristo, sino los criterios del mundo. La palabra criterio significa el modo de pensar, la forma de juzgar. Es decir, aunque yo creo en Jesucristo, mi forma de aproximarme a la vida y de juzgar la realidad es mundana.
La mundanidad se ha metido dentro de la Iglesia a todo nivel. Hay ejemplos que escandalizan:
Cuando vemos dentro de la Iglesia las mismas intrigas y divisiones mezquinas que se dan en la política peruana. Muchas veces, entre los sacerdotes y los obispos hay rivalidades y envidias, ambicionando ser nombrado en determinada parroquia o en determinada diócesis.
Cuando el estilo de vida de los clérigos, no se un estilo de vida evangélico, sencillo, austero. Cuando abandonamos la oración, cuando en nuestras conversaciones y nuestros gastos se filtran gustos y apegos frívolos y ostentosos.
Cuando ante los escándalos y abusos, nos preocupamos por defender las apariencias y proteger la institución aún a costa de las personas.
Pero la Iglesia somos todos queridos hermanos, ustedes son también responsables de la Iglesia y de su renovación y santidad. Y también en la vida cotidiana de muchos católicos de a pie hay profundas incoherencias:
Yo creo en Cristo, pero hablo mal de la gente, miento, engaño, no cumplo con mis deberes cívicos o laborales, soy racista o trato mal a las personas que trabajan para mí.
Yo creo en Cristo, pero soy una persona vanidosa, que vivo pendiente del qué dirán y me siento superior o inferior a los demás por cosas tan ridículas como el apellido, el color de la piel, el aspecto físico, o la ropa que tengo puesta.
Yo creo en Cristo, pero vivo una suerte de esquizofrenia espiritual, de doble vida: Atrapados por vicios ocultos que me avergüenzan y me impiden ser transparente. Y no busco ayuda.
Yo creo en Cristo, pero desconfío en los momentos de prueba, y cuanto me cuesta dejar mis comodidades y seguridades.
En fin, podríamos seguir con la lista, pero lo cierto es: ¡Que no terminamos de entender, que no terminamos de creer!
¿Qué debemos hacer? La tentación del maligno es la desesperanza, la desconfianza.
La respuesta es la conversión. Que comienza por despojarme de los criterios del mundo, y revestirme de los criterios del Evangelio.
Sólo la verdadera conversión, sólo la opción sincera por la santidad puede transformar a la Iglesia. La reforma de la Iglesia comienza por ti y por mí. Por ser cada día menos incoherentes.
Y este despojarse supone una cierta renuncia al mundo. Como no voy a tener criterios mundanos si paso horas viendo programas que no edifican y están llenos de antivalores. Cómo voy a convertirme si no rezo ni medito en la Palabra de Dios.
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a despojarnos de los criterios del mundo, a no dejarnos seducir por las concupiscencias o adicciones del poder, del honor, del tener o del placer y a terminar de entender que solo se puede ser discípulo de Cristo si estamos dispuestos a seguirlo por el camino de la Cruz.
Juan Carlos Rivva
Párroco