Muchas de las escenas en la vida de Jesús y de sus parábolas giran en torno a la idea de la fiesta. La fiesta es una reunión de personas para celebrar un acontecimiento, y usualmente va acompañada de comida, bebida, música y alegría.
Ya en el Antiguo Testamento se hablaba de los tiempos mesiánicos como un banquete de bodas, un banquete de manjares exquisitos y vinos espléndidos.
Jesús en esta parábola compara su Reino con una fiesta que prepara un Rey para celebrar las bodas de su hijo, para la cual había preparado un banquete espléndido, sacrificando a los terneros cebados.
Este Rey es Dios nuestro Padre y el Hijo es Jesucristo. La fiesta es por la alianza de bodas entre Dios y su pueblo, entre Jesucristo su Hijo con su esposa, la Iglesia.
El sentido histórico de esta parábola se refiere a los judíos que fueron los primeros invitados que habían aguardado durante siglos la llegada del mesías. Al no reconocer a Jesús, se autoexcluyeron del banquete nupcial. Los nuevos invitados hallados en el cruce de los caminos son los considerados excluidos: los publicanos, los pecadores y sobretodo los pueblos paganos, es decir, nosotros.
Pero dejando a un lado el sentido histórico, busquemos ¿cuál puede ser el sentido espiritual de esta parábola para aplicarla a nuestra vida hoy?
La Eucaristía es una fiesta, en la que no solo se conmemora, sino que se hace presente la alianza de bodas entre Dios y los hombres, entre Cristo y su Iglesia. Una alianza de salvación que ha sido sellada con la Carne y la Sangre del Cordero, que se nos dan como pan de vida y bebida de salvación.
Y el Señor nos invita a todos nosotros a participar en esta fiesta, en este banquete, que es un anticipo del banquete del Reino que se celebra eternamente en la Jerusalén Celestial. Como cantábamos hoy en el salmo 22: un banquete abundante preparas ante mí, me has ungido con perfumes y con tu amor. Su Cuerpo es el Pan de Vida, su Sangre es bebida de salvación, ¡Qué manjar más exquisito, qué bebida más espléndida podemos recibir!
Jesús ha venido a salvarnos a todos, nos llama a todos. Para cada uno de nosotros hay un lugar preparado en la Casa del Padre. La Eucaristía es un anticipo del banquete celestial.
El Señor nos invita cada domingo a la Eucaristía, a compartir con nosotros cada domingo la fiesta de la Resurrección. Es una invitación totalmente gratuita e inmerecida. Pero también nosotros, como esos primeros invitados podemos rechazar la invitación.
Examinemos cuales son los motivos por los cuales no pudieron o no quisieron asistir al banquete: Nos dice el Evangelio: Uno se marchó a sus tierras y el otro a sus negocios. En el texto paralelo de Lucas se explicitan mejor estos motivos: He comprado un campo y tengo que ir a verlo. He comprado cinco yuntas de bueyes y tengo que probarlas, te ruego me dispenses, me acabo de casar y no puedo ir.
Hay un elemento común: Todos comenzaron a excusarse porque tenían cosas urgentes que atender. No nos suenan familiares esas excusas: ¿Cuántas veces descuidamos lo importante por lo urgente?
¿Cuántas veces aunque sabemos que bien nos hace la misa, cuanto necesitamos alimentarnos de la Palabra de Dios, terminamos postergando la misa porque tenemos que salir de viaje o ir a la playa, o ir de compras o atender a algún invitado o compromiso social?
Pero este desplazamiento de lo importante por lo urgente no se aplica solo a la misa.
¿Cuántas veces nos disponemos a orar y en ese momento nos acordamos que tenemos un correo urgente que responder o una llamada telefónica que no pueden esperar?
¿Cuántas veces dejas de dedicarle tiempo a tu esposa o a tus hijos, porque tienes un viaje impostergable o te tienes que quedar en la oficina a terminar un trabajo?
Cuando dejamos de venir a la misa, o cuando venimos a misa y estamos distraídos, pensando en muchas cosas banales, somos unos necios. Nos privamos de la más grande alegría, nos privamos de la comunión y la felicidad del encuentro, por los afanes y urgencias de este mundo.
En la parábola aparece un tema que puede parecer desconcertante y es el tema del invitado que llega sin el traje apropiado. El traje hace referencia a estar revestidos de la gracia. En el bautismo el sacerdote dice al recién bautizado: Has sido revestido de Cristo, esta vestidura blanca es signo de tu nueva dignidad de cristiano. Dios no solamente nos invita de manera gratuita a la fiesta de su Reino, sino que también nos regala el vestido de la gracia. Y cuando ese vestido se mancha o se pierde, nos espera en el sacramento de la Reconciliación para revestirnos nuevamente de su gracia.
Queridos hermanos, no caigamos en el activismo y en la superficialidad, no permitamos que lo urgente desplace en nuestra vida a lo importante.
Démosle gracias al Señor por invitarnos a este banquete de la Eucaristía, que es el anticipo, un abrebocas del banquete del cielo.
Si no podemos comulgar sacramentalmente, hagamos un acto de comunión espiritual, expresándole al Señor nuestro deseo de recibirlo con humildad y confianza, sabiendo que el Señor de manera misteriosa nos puede ofrecer su amistad y su gracia.
Y salgamos a los cruces de los caminos, a invitar a otros hermanos a participar con nosotros en este maravilloso banquete de comunión.
Juan Carlos Rivva
Párroco