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Homilía – Domingo 2 de febrero de 2014

PRESENTACION DEL SEÑOR

Hoy celebramos con toda la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor en el templo y oramos por las personas que se han consagrado a servir a Dios en la Iglesia, a través de una vida religiosa y consagrada. Esta fiesta es una de las más antiguas e importantes en la liturgia de la Iglesia, conocida en la piedad popular como Nuestra Señora de la Candelaria, por las candelas o cirios que encendemos y bendecimos al comenzar la misa.

Seguramente, al día siguiente del parto, José buscó un lugar más digno para hospedarse con el niño y su madre, y a los ocho días cumplieron con el precepto de la circuncisión. Ceremonia que se celebraba en la casa donde vivía el niño por un practicante o cirujano que oficiaba como ministro y en la cual el niño recibió el nombre de Jesús, impuesto por su padre José como le indicó el ángel.

Después de la circuncisión era necesario cumplir con dos ceremonias distintas: la purificación de la madre y la presentación del hijo primogénito. Ambas se podían cumplir el mismo día en el Templo de Jerusalén. La ley de Moisés establecía que toda madre que hubiera dado a luz a un hijo varón, debía purificarse cuarenta días después del parto de la impureza legal contraída por el derramamiento de sangre. El cumplimiento de este precepto podía retrasarse por motivos de peso, por ejemplo, si la mujer vivía lejos de Jerusalén.

En realidad, este precepto no obligaba a María, pues ella es purísima, sin mancha de pecado, y concibió y dio a luz a su Hijo milagrosamente. Sin embargo, ella quiere cumplir en todo con la ley y darnos así ejemplo de obediencia y humildad. El sacerdote rociaba a las madres con agua bendita en el atrio de las mujeres y luego ofrecía el sacrificio de dos tórtolas, en el caso de las familias más modestas como la de José y María.

Luego, venía la ceremonia de la presentación y rescate del primogénito, cumpliendo lo que está mandado en el Exodo: Todo primogénito me está consagrado y me pertenece. Vemos pues a José y María presentando y consagrando a su hijo Jesús a Yahveh, y luego el niño era rescatado y restituido a sus padres. El pago de este rescate era cinco ciclos para el mantenimiento del culto.

El ciclo era una moneda que se usaba exclusivamente para el templo, y no tenía otro uso profano. Es por eso que existían las mesas de cambistas de monedas y la venta de animales para los sacrificios en los patios exteriores del templo. Cinco ciclos equivalía a 20 días de trabajo. Judas traicionó al Señor por 30 ciclos, es decir 6 veces más lo que ofrecieron José y María para rescatar al niño Jesús.

Por último, vemos al anciano Simeón que es con el mejor elogio que podía recibir un justo por el evangelista San Lucas: Un hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de Israel y el Espíritu Santo estaba en él.

Al contemplar a Jesús ve cumplida la promesa de que no moriría sin ver con sus propios ojos al Mesías y afirma que Jesús es la luz que iluminará a las naciones y la gloria de su pueblo Israel. Es el primer momento en que se anuncia que Jesús trae una salvación universal. Esta verdad que será luego confirmada por la visita de los reyes de Oriente.

Jesús es la luz de las naciones y María es la Portadora de la Luz. Al encender nuestras candelas queremos ser como María, portadores de la luz. Una vela que se consume iluminando las tinieblas del mundo con la luz de Cristo que habita en nuestro corazón. Como Simeón hemos contemplado la luz, y como María debemos llevar esa luz a tantos otros que como Simeón la están aguardando.

Démosle gracias al Señor que ilumina con su luz nuestras vidas y pidámosle hoy por todas las personas que han consagrado sus vidas al Señor, para que sean como María, antorchas radiantes y humildes, que irradien la luz de Cristo con su palabra y el testimonio de su vida.