Hoy se interrumpe la secuencia de los domingos del Tiempo Ordinario, para celebrar la Fiesta de la Transfiguración del Señor.
El domingo pasado, en la parábola del tesoro escondido y la perla preciosa, les preguntaba si tenemos experiencias genuinas de encuentro con Dios en la oración. Hoy la Transfiguración nos muestra cómo deben ser esas experiencias.
Lo primero que llama la atención es el lugar en el que ocurre esta Teofanía, esta manifestación divina. En el monte alto llamado Tabor, que significa el abrazo de Dios. El Tabor es realmente un monte alto, desde el que se divisa una gran parte de la llanura de Galilea. Para subir es necesario hacer una caminata de todo un día.(ver la foto).
Para tener una verdadera experiencia de encuentro con Dios que se manifiesta y nos habla en la oración es necesario elevarnos por encima de lo material, de lo carnal, de lo cotidiano. No podemos encontrarnos con el Señor si no somos capaces de tomar distancia de la bulla, del activismo, del exceso de comunicación, del exceso de imágenes y chats. Por eso, cuando venimos a misa es muy importante lo que llamamos la preparación remota: apagar desde antes de salir de casa el celular, llegar con tiempo, evitar los excesos en la comida o la bebida, hacer silencio y recogernos, para que nuestro corazón se prepare a vivir esta experiencia.
La Transfiguración, que no fue simplemente una visión de Dios, como en el caso del profeta Daniel en la primera lectura; sino que es un suceso extraordinario en el que Jesús por un instante se transfigura ante ellos y sus vestidos se tornan blancos como la luz y su rostro radiante como el sol. Es decir el Señor por un momento descorre el velo de su humanidad para manifestar a estos tres hombres la gloria de su divinidad.
Fue un acontecimiento histórico y real, tanto así que Pedro muchos años después escribe en su segunda carta que él ha visto con sus propios ojos la majestad del Señor y escuchó en lo alto de la montaña santa la voz venida del cielo que le decía: Este es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadle.
Grandes santos y santas describen sus experiencias místicas de manera semejante a la Transfiguración, como una luz radiante que enciende en el corazón una llama viva.
¿He tenido yo alguna experiencia real, intensa, sobrecogedora y palpable de la presencia de Dios? ¿Alguna vez he escuchado con certeza interior la voz de Dios?
Muchas veces en medio de las pruebas o dificultades de la vida nos preguntamos: «¿Está Dios entre nosotros o no?» (Ex 17,7). Cómo quisiera ver a Dios en este momento, como quisiera que Dios me hable, y me muestre el camino para tomar una decisión importante.
Y si nada vemos pensamos que Dios no está presente; si nada escuchamos, pensamos que Dios no nos habla. Pero, ¿es verdad que Dios no nos habla? No será que somos nosotros quienes «teniendo oídos no oímos», «teniendo ojos no vemos», porque nuestro corazón está embotado y endurecido. (ver Mt 13,14-15 Jesús mismo decía: Tienen ojos para ver, pero no ven, tienen oídos para oír, pero no escuchan. ¡Cuántas veces nos pasa lo que dice aquél aforismo: «no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere escuchar»!
Dios nos habla, nos ha hablado en el pasado y nos sigue hablando hoy: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Y la Virgen nos dice: Hagan lo que El les diga (Jn 2,5).
Por eso, queridos hermanos, no nos contentemos con una vida espiritual tibia, con una oración formal o superficial. Aspiremos a experimentar un encuentro vital y profundo con el Señor en la Eucaristía y en la oración como los grandes santos.
Si bien la fe no se funda en experiencias sensibles, esas experiencias espirituales nos sostienen en el peregrinar y van dilatando nuestro corazón para gozar más plenamente de Dios en el cielo.
La oración profunda –como la experiencia de la Transfiguración- debe ser para nosotros un anticipo del cielo. En ella podemos pregustar la contemplación de la Gloria de Dios.
Que María, la Bella Luna que irradia la luz del Sol, nos permita tener un corazón encendido como el suyo, para que podamos ser como Ella antorchas que irradiemos la luz de Cristo a los demás.
P. Juan Carlos Rivva
Párroco