Homilía del Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne
en la Inauguración del XX Sínodo Arquidiocesano Limense
Domingo, 7 de setiembre de 2014
“Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Estas palabras de San Mateo que acabamos de escuchar son especialmente presentes en este momento. El Señor está en medio de nosotros en la presencia de la Trinidad Beatísima: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y de la madre de Dios, María Santísima, invocamos su bendición y protección al inaugurar en esta solemne eucaristía el Vigésimo Sínodo Arquidiocesano de la Iglesia en Lima.
Muy queridos obispos Auxiliares, Vicarios Episcopales y Decanos. Muy queridos miembros del Venerable Cabildo de la Catedral, Muy queridos sacerdotes concelebrantes, religiosas, religiosos, miembros de las diferentes instituciones, movimientos, hermandades y cofradías. Muy queridos hermanos, fieles laicos.
Toda la Iglesia de Lima hoy se encuentra presente en esta Basílica Catedral de Lima, siendo domingo muchos sacerdotes están atendiendo en sus parroquias, en sus capellanías; pero en esta Basílica Catedral se han realizado a lo largo de la historia de la Iglesia en Lima momentos muy importantes. Quiero recordar y poner bajo su protección a mi querido antecesor Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Un hombre misionero, un pastor que organizó la Iglesia en toda Latinoamérica a través de los múltiples sínodos y concilios que convocó en un espíritu de obediencia al entonces Concilio de Trento, a él, patrono del Episcopado Latinoamericano y especial protector de este sínodo, le pedimos su poderosa intercesión para que nos guíe en espíritu de filial obediencia al Santo Padre Francisco.
También quiero recordar a antecesores míos en tiempos recientes, que también presidieron un sínodo en esta Iglesia de Lima. Al Cardenal Juan Landázuri Ricckets y al Cardenal Augusto Vargas Alzamora, sínodos que convocaron en el año 1950 y 1993 respectivamente. Que Dios los tenga en su gloria.
Muy queridos hermanos. Nos dice el Papa Francisco que “no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, debemos pasar de una actividad de una mera pastoral de conservación a una pastoral decididamente misionera”. Esta terea -nos anima el Papa felizmente reinante- sigue siendo fuente de la mayor alegría para la Iglesia. Por ello, con humildad y profunda emoción, recordemos las palabras del apóstol Pedro, cuando a esa primera comunidad en los Hechos de los Apóstoles les dicen: “hemos recibido el Espíritu Santo en nosotros”. Hermanos, ese Misterio del amor infinito de Dios es ese cuerpo místico: la Iglesia, ese misterio de la acción de Dios que trasciende los tiempos y las personas, toda esa enorme sabiduría y bondad de nuestro Dios es el espíritu con que he decidido convocar este sínodo, abandonándome gozosamente en las manos del Espíritu Santo.
Conviene recordar que Cristo siempre puede con su novedad renovar nuestras vidas y nuestras comunidades. Y aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales la propuesta cristiana nunca envejece. Por ello mi primera reflexión en esta solemne Misa de inauguración del sínodo es para exhortarlos con un solo corazón y una sola alma que pongamos la oración en el centro del sínodo. Como dice el Santo Padre: “La Iglesia necesita el pulmón de la oración”. En este sentido, en primer lugar, demos ejemplo nosotros obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos con nuestra presencia generosa acompañando a Jesús en las capillas dedicadas a la adoración del Santísimo en muchísimas parroquias de Lima, que estas sean ya una señal elocuente del pueblo de Dios. Ese renovar, ese lanzamiento, de lo que consideré una realidad maravillosa de “Lima, ciudad Eucarística”.
Este sínodo hace un llamado muy especial a los jóvenes, a las familias y a los fieles laicos para que busquen a Cristo, encuentren a Cristo y amen a Cristo. Para que sean sal y luz en medio del mundo, para que iluminen con su vida de fe y de caridad todas las actividad humanas, empezando por el propio hogar, la escuela y la vida laboral, para que infundan este espíritu cristiano y el suplemento de fe a la sociedad, a todas las actividades humanas nobles: culturales, deportivas, políticas, a ese mundo de la salud y hospitales. Privilegio especial esa atención a los enfermos, niños, ancianos, pobres, con un especial énfasis en las obras de misericordia: corporales y espirituales. Realmente un movimiento de voluntariado que despierte ese amor que es el que Jesús señala como un signo visible de su venida a la tierra. Se evangeliza a los pobres, enfermos y más alejados.
Como los primeros cristianos queremos compartir todo con los demás. Por eso hemos escuchado a San Pablo cómo le dice a los romanos: “A nadie le debas nada más que amor, porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley, porque amar es cumplir la ley entera”. Muy queridos hermanos, nos toca a nosotros vivir este tiempo en la historia de la Iglesia de Lima. Contemplamos con agradecimiento cómo Dios nos ha bendecido a este pueblo con una religiosidad popular que marca la identidad no solo del pueblo de Lima, sino del pueblo peruano, ese caminar de religiosos franciscanos, dominicos, jesuitas, agustinos de todas las congregaciones, redentoristas, paúles, hombres y mujeres. En el paisaje de nuestra identidad peruana siempre divisas una cruz encima de la montaña, un Señor Crucificado a la vera de un camino, una imagen con diferentes advocaciones de Chapi o de Cocharcas. Todo ello siempre de la mano de los primeros misioneros que sembraron en el alma del pueblo peruano ese sol de la fe. Por eso hoy invocamos de manera especial al Señor de los Milagros, adornado por esa Rosa de Lima. Adornado por ese mulato Martín de Porres, ese verdadero retablo que está en el corazón de todo peruano, que preside la cruz del Señor de los Milagros que lo adorna aquella mujer con su dulzura y grandeza femenina y aquél hombre pobre y humilde que representa nuestro pueblo.
Recibamos ese maravilloso tesoro y comprometámonos solemnemente al inaugurar este sínodo a custodiar y transmitir a las nuevas generaciones esa piedad popular, esas bendiciones que un pueblo nos pide por todos los rincones como señal indeleble que Dios ha querido dejar en este pueblo peruano. Nos apoyamos en esa fe y en esa confianza.
También quiero dejar constancia que este sínodo se lleva a cabo en un momento en que una verdadera revolución en el mundo de las comunicaciones. Me atrevería decir que es el gran desafío que enfrenta la Iglesia el día de hoy. El Señor nos espera con el mensaje de la fe y con la tecnología moderna sabiendo utilizar estos medios de manera creativa y cristiana para llevar la fe a esas redes sociales y a ese mundo digital que no debemos temer, debemos conocerlo para evangelizarlo. Miremos con ilusión este particular desafío que la tarea misionera le presenta a los medios de comunicación. Me dirijo a ellos con agradecimiento por su participación y una colaboración para que nos ayuden a los jóvenes y a todo el mundo del periodismo, con ese título que hemos querido poner al sínodo: “Tú tienes la palabra”, eso es el sínodo. Pedirles a todos ustedes su palabra de propuesta, de sugerencia, de desafío para que el Espíritu Santo nos ayude a conducir en los albores de los 200 años de la Independencia del Perú, la Iglesia de Lima.
Para terminar, me viene a la mente con particular ternura la figura del santo, Juan Pablo II, el grande. Quien se asomó al mundo a sus 57 años, recién elegido Papa, para gritarnos: “no tengan miedo”, hago mías estas palabras, no tengamos miedo de dejar que el Espíritu Santo nos conduzcan por los caminos de Dios. Vamos de la mano de nuestra señora de la Evangelización con optimismo, con esperanza, con alegría, para que este años sinodal nos llene de gozo y sintamos en nuestros hogares y corazones que se abre una nueva etapa que escribiremos con nuestra oración y entrega a Jesús, el Señor de los Milagros.
Así sea.
FUENTE: Oficina de Comunicaciones y Prensa – Arzobispado de Lima