Muchas veces suceden una serie de situaciones y encuentros con personas, que Dios dispone en nuestro camino, que nos ayudan de una forma misteriosa a hilvanar nuestro camino. El encuentro personal con el Sagrado Corazón de Jesús transformó y sigue transformando la vida de aquellos que se dejan tocar por su amor: “En esto consiste el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”. (1Juan 4, 3 ).
En este pasaje de las Sagradas Escrituras, el apóstol Juan – el discípulo amado – nos comparte su propia experiencia del amor. ¿Qué es el amor? En esta carta, san Juan, el elegido por Jesús, el que recostó su cabeza en el pecho del Maestro Bueno y fue fiel hasta la muerte, nos revela algo del amor que vemos en su corazón.
La respuesta es fuerte y no se hace esperar: Dios nos ha amado primero. Leer ese trecho del Evangelio, nos hace quedar perplejos. Nosotros, que muchas veces nos creemos amos y señores de la vida, protagonistas principales de la existencia, descubrimos que la mirada sobre nosotros mismos, debe darse al margen de la otra orilla: desde el amor del Sagrado Corazón de Jesús.
Al escuchar esas palabras en la homilía de un querido sacerdote, descubrí que es fundamental mirar el Sagrado Corazón. Preguntarnos: ¿Qué veo? ¿Qué descubro? La tremenda verdad que Dios nos ha amado primero. Es Él mismo quien pide que yo también abra mi corazón y me deje amar por Él. Me pide, suplica y mendiga mi amor. Esta verdad nos deja totalmente desconcertados y desarmados.
Dios no busca perfeccionistas, ni mucho menos superhombres. ¿Debemos llegar al “máximo” de nosotros mismos? ¿Qué significa ese “máximo”? ¿Cuál es nuestro límite? ¿No será que Dios quiere que nos rebajemos y seamos “perdedores”, como Él, en la cruz? ¿Acaso no necesitamos depender de otros? Estas son solamente algunas preguntas que me hago en mi interior.
Jesús nos invita a ser como niños: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18, 3). “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”
(Mateo 11, 25). Como creyentes, pidamos a Dios que nos enseñe a mirar nuestra vida con sus ojos. A entender que Él es quien guía y orienta nuestras vidas. Este es el camino del amor. “Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1Juan 4).
¿Cómo podemos pretender ser los señores y dueños de la vida
, si somos tan frágiles, pecamos tantas veces, somos tan limitados y cortos de vista? Dios es quien nos ha salvado. Él es el único que nos ofrece una verdadera vida. Vida que ilumina la oscuridad en la que muchas veces nos encontramos. Él nos enseña, que solamente muriendo, es que aprendemos a vivir.
El Señor, desde su Sagrado Corazón nos grita en la cara para decirnos que ha venido por nosotros. Que nos quiere como somos y que no debemos fingir más. Nos conoce antes que naciéramos, nos pide simplemente que reconozcamos su amor en nuestras vidas y que amemos. Eso es todo. Esa apertura al amor infinito que nos ofrece, nos lleva a aprender a vivir ese amor cada día mejor hacia los demás. Ese es nuestro camino de realización, camino de felicidad.
Pablo Perazzo para el Centro de Estudios Católicos – CEC